Me
llamó y me metí en la cama con él.
Hacía como que iba a comerme, royendo las uñas
poquito a poquito y luego tragando las virutas. Otras
veces metía en la boca los dedos, la mano o incluso
el brazo entero ¡tan pequeño! Comerse el
uno al otro, así hacen los que se aman. Yo no
podía comerlo, siendo tan grande, tan enorme,
con aquellos pelos hirsutos, el relámpago de
los dientes blancos, la voz profunda como los truenos.
Entonces le quitaba las garrapatas que se ensañaban
con él como con todos los lobos y después
las comía, reventando de sangre que chorreaba
por mi boca, por la barbilla, manchando mi vestido.
Por eso dijo el cazador, cuando nos encontró
la primera vez, que yo iba ensangrentada, que se había
roto esto o aquello, que él estaba comiéndome
y había tenido que sacarme de lo más profundo
de sus tripas. No era cierto y, por otro lado, si nos
comemos el uno a la otra es por amor. También
Beatriz se comió a Dante o por lo menos comió
su corazón, el centro del centro. Tampoco es
verdad que el cazador lograse herirlo, sino que no pudiendo
enfrentarse a la escopeta cargada, huyó a lo
más oscuro del bosque.
Pero
yo había probado su sangre, la sangre que reventaba
el cuerpo resbaladizo de las garrapatas que sabían
a tierra, a metales herrumbrosos. La luna comenzó
a cambiar mi cuerpo. Dentro de mí nacían
relámpagos y truenos, cuchillos de lenguas, dientes
afilados como esquirlas de cristal. Cuando el cazador
nos encontró la segunda vez éramos dos
y no pudo escapar. Desde entonces unas veces voy yo
a buscarlo a lo oscuro del bosque, otras viene él
y entra conmigo en la casa, engañando a los otros
con su gesto de perro, los ojos bajos para no descubrir
los relámpagos de tormenta que anidan en ellos.
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